Leo la novela “el verano que mi madre tuvo los ojos verdes”. Me la ha prestado A. para amenizarme el verano que mi madre tuvo la pierna de su hijo azul.
Qué extraño espectáculo de los sentidos es un blíster. Tan brillante en cada fisura de su papel metálico como una lámpara de quirófano sobre tus córneas. Tan sonoro en el hundimiento de cada ampolla de plástico como la cortical de un peroné al astillarse bajo la carne. Un objeto que concentra el consuelo sensorial mínimo para todo enfermo medicado. Fascinados y cabizbajos sosteniendo entre las manos este objeto prodigioso. Un blíster. Fascinados aunque la droga que contenga en su interior no distorsione la percepción del mismo.
Ahora mi vida es lenta y sencilla. Como una herencia o un triciclo. Tengo tiempo de observar formarse y descargar tormentas de verano sobre la carretera comarcal. Y respiro el olor a asfalto mojado mientras los días se secan y a lo lejos comienza otro incendio. Lento y sencillo
Juego a elegir una canción al día. Una pieza exacta, insustituible, vinculada a la jornada por una razón íntima que no revelo. Envío por whatsapp el enlace de spotify a R., y pego otro de youtube en mi muro de facebook. Casi unas migas de pan por el sendero de montaña que no debí haber cogido. Un acertijo para nadie y contra mí. Algo que me permita, desde el futuro, confeccionar una lista sonora temática que vaya enhebrando las emociones de mi convalecencia. Lenta y sencilla como una avispa resucitada de la piscina por un recogehojas.
Un verano con demasiado tiempo no tiene porqué volverte loco. Pero prestas atención a las catástrofes naturales de los informativos. Y a las fotos felices de las vacaciones de tus contactos. Y entonces entiendes que el ser humano se extingue a toda velocidad. Y que no te importa porque desprecias (a toda ferocidad) la estupidez de esos padres orgullosos que exponen gratuitamente el rostro de sus hijos en las redes sociales.
Ahora mi vida es lenta y sencilla. Como un guiso antiguo, una lepra, un ZX Spectrum. Hasta he pensado en escribir por el simple placer de solamente hacerlo. Sin la autoexigencia de dotar al texto de una narración ordenada ni de una coherencia formal. Ni siquiera de un final suficiente, que complete el relato o al menos sea fácil de identificar cuando no llegue. Como una cosecha de migas de pan olvidadas en un camino de polvo de hueso.