martes, 30 de mayo de 2017

Cómo dejar de escribir, de Esther García Llovet


"Soñé que nadie se muere la víspera.
Qué de puta madre sonaban las frases de mi padre, sonaban a verdad, a realidad pura y transparente, o, mejor aún, hacían que la realidad quisiera parecerse a ellas."

...

"Claudia era ese tipo de mujer que en las fiestas se sienta al borde del sofá, sin llegar a quitarse el abrigo, siempre lista para dar malas noticias. Claudia había llegado tarde, cuando ya todo el mundo se estaba marchando, con una bolsa de canapés de Mallorca y un vino argentino que traía muy bien agarrado por el cuello. Yo estaba en la cocina. La dueña, la Silvestre, me había invitado hacía un rato al verme pasar por delante de su casa, desde la ventana alta del salón. Yo creo que la fiesta estaba resultando tan lacia que me había invitado sólo por tener a alguien nuevo que enseñar. Todos estaban razonablemente borrachos, un borrachera que parecía costumbre y que ya no sorprendía ni a los pequeños gemelos Silvestre, que andaban por ahí. Una borrachera de viernes por la tarde. Estaban borrachos pero se dieron cuenta en seguida de que yo no tenía nada de que hablar, nada de que hablar con ellos al menos, y me fui a la cocina para echar una mano. En la cocina había una filipina minúscula cascando una pila de nueces y fumando como una chimenea. Tenía esa cara plana de los asiáticos, como si se la estampara contra el suelo al levantarse por las mañanas. Me señaló un bol enorme de arroz hervido y tres tubos de pasta de anchoa y entendí que tenía que mezclar todo eso. Era lista, la filipina. Empecé a mezclarlo todo con un tenedor de plástico, esa comida de gato o e refugiado, cuando oí una voz.
- Hola.
Era Claudia. Estaba apoyada en el marco de la puerta, con la bolsa de Mallorca, las gafas de sol recogiéndole el pelo en la coronilla.
- Me llamo Claudia. Claudia Cardone. -Me tendió la mano. Como una agente inmobiliaria.
- Renfo. -Le tendí mi mano abierta. Estaba manchada de pasta de anchoa y al estrecharla se manchó ella también. La retiré enseguida, disculpándome. Ella se miró la mano. Sonrió. Y entonces se llevó el dedo a la boca, el pulgar sucio, y lo chupó. Así es. Mirando al suelo como si no fuera con ella pero dando una larga y sonora chupada a su dedo manicurado. Cuando levantó la vista miró a la filipina, le dijo algo en tagalo y las dos se echaron a reír, la filipina con una carcajada grave y ronca. Igual era un filipino.
Claudia se dio la vuelta y se largó al salón, sin mirarme, dejando en la mesa la bolsa de Mallorca y el vino. Yo me había quedado de piedra. Seguí con el arroz.
- Don´t be a jerk -me soltó la filipina al cabo de unos minutos. Es decir, no seas un niñato, no seas un gilipollas, no seas un maldito pendejo. Todo lo que yo era entonces. Cuando me decidí a ir al salón Claudia se había marchado ya"

...

"-Aquí - me contestó-. En mi coche. Qué pasa.
- ¿En tu coche?
Me miró de frente. Llevaba la ropa arrugada y probablemente no se había duchado en una semana. Por lo demás, estaba fresco como una colegiala.
- Este coche es mío. Es el primero que me compré, feo como eran feos los coches de antes, aunque ahora pagarían una pasta por él. La gente compra cosas viejas pensando que son antiguas cuando sólo son usadas, no sé. La gente es gilipollas. En cambios a los viejos no nos quiere nadie.
- Pero si este coche se lo robaron a mi padre. Me lo dijo la policía.
- Porque se lo regalé cuando cumplió los dieciocho. Se lo regalé para que saliera de casa y viera el mundo. 'Échate a la calle, sal ahí fuera y diviértete aunque sólo encuentres miseria y vuelvas lleno de asco o de pena. La pena puede ser divertida también', eso le dije. Pero no lo hizo. Prefirió encerrarse en su cuarto a escribir novelas, esos novelones de cien mil páginas, la Biblia en pentámero yámbico. Ahí sí había pena, ves. Pero aquí -señaló con el dedo la calle, la señalización de Prohibido el Paso, el cartel de Cerrado de El Chigre-, nada de nada. Escribir, eso sí. Escribir y escribir y escribir. La puta literatura. Qué aburridos, qué estreñidos, la verdad. Qué poca sangre, los escritores. No te fíes de nadie que tiene la misma cara borracho que sobrio, Renfo. 'Si sales de la pena saldrás de cualquier cosa', eso le dije. De cualquier cosa. Dímelo a mí."

(fragmentos de la novela Cómo dejar de escribir, de Esther García Llovet)