Despedirse de una ausencia, cómo.
Masturbarse en los baños de la Fnac.
Madrid es ya eso. Tragar
por los ojos
todo el asfalto,
sangre y cristales rotos
de una M-30 vacía.
Respirar quizá
el ocaso ebrio de un jueves de octubre
desde algún descampado. Meterse
en los pulmones guijarros, un río entero
seco de (pánico a la fluidez de los días)
tanto dolor y whisky rotos
vomitados contra su fondo,
bengala de auxilio invertida
en mitad de este desierto industrial y turístico.
Porque existe sólo
como fondo de desidia que recorta tu silueta.
Madrid es ya eso. Y no una ciudad que nos viviera desde la boca.
A la que volver de resaca los domingos,
por si en mitad del atasco, escribieras. No.
Sólo una costra semiesférica de polución protegiendo
automóviles Cavify, bicicletas de reparto Deliveroo,
esclavos y ejércitos
de trolleys nórdicas buscando en Google maps
su piso Airbnb. La aceras que el fin del verano no arañan.
La mirada cuerda de los mendigos.
Y no sé qué más.
Esta ciudad (antidisturbios y publicidad
de prostitucion en los limpiaparabrisas de los coches aparcados)
se repliega como cerrándose un libro
que te ha vencido, se va
escurriendo por sus alcantarillas todo el sentido
que tuvo.
Mi mejor amiga se ha marchado.
La chica que quiero no se va
(te vas) a quedar.
La ausencia de gorriones en los parques de tu infancia.
Madrid es ya eso y yo me pregunto
cuál de los otros que ya soy me justificará lejos.
jueves, 19 de octubre de 2017
Los baños de la Fnac
viernes, 13 de octubre de 2017
retamas silbantes
Qué raro es conducir justo ahora por la M-50 hacia casa de mis padres.
Entre las retamas silbantes de sus cunetas. Cuando deja de llover, bajo esta luz indecible. Intemporal y remota. Qué extraño este cielo nublado y eléctrico, panel retroiluminado de atardecer, roto de miedo. Troquelando un horizonte todo de vallas publicitarias: Fortecortin y silencio.
Hundo el pie en el acelerador. Atravesando como un disparo de gasolina y cuero ese aire quebrado que envuelve a las cosas olvidadas del extrarradio.
Qué raro conducir por la M-50, hacia casa de mis padres, entre semana, sin retenciones por tráfico lento ni radares móviles. El dolor a punta de dedo en el ángulo muerto del retrovisor de Dios (desempleado de larga duración, a 140 y en sentido contrario). Subiendo el volumen de la radio para sacar de mi cabeza por un segundo esta sensación de tragedia familiar esperada, mal disimulada hace tan solo unos minutos por teléfono. Por qué. Para qué. Acelerar (una vida) apagándose.
jueves, 12 de octubre de 2017
ropa interior cara
Dejar sonar la alarma del teléfono hasta que la batería se agote. Caminar descalzo por la tarima tibia, memoria velada de algún verano. Sujetar entre los labios el último cigarro de una cajetilla olvidada en tu salón. Salir al balcón, respirar una lluvia sucia que nada arrastre, el silencio cómplice de los muebles mal encolados, esta luz débil filtrándose entre nubes y parabólicas, no reflejada en los ojos de nadie.
Adivinar el rumor insoportable de una actualidad lejana y absurda. Renunciar a ella. Despreciarla.
Poner al fuego una cafetera, inclinarse sobre el quemador de gas, para encender aquel cigarrillo seco, casi una reverencia anacrónica de olor y sueño. Ya sabéis, todo esto.
Despertar de una siesta profunda puede ser estético e inútil. Como publicidad de ropa interior cara. Como una tristeza irracional y súbita.