Es una tarde de noviembre en este Madrid postcrítico, contaminado y miserable. He despertado confundido de una siesta incalculable. Un cielo reflectante en gris y naranja se ha detenido a medio anochecer sobre mi ventana. Semidesnudo observo el fuego de mi cocina, disfruto el rumor aromático de una vieja cafetera italiana. Me visto y camino por las calles adoquinadas entre un murmullo urbano de vitalidad no desagradable. Entro en una peluquería de caballeros, castiza, decadente. Puedo leer sobre la repisa, en el etiquetado de un envase verde violento: "Floid, masaje genuino, mentolado intenso". Suena rock and roll de los cincuenta en una emisora de radio por internet, y el peluquero con estigmas de toma de antipsicóticos me sonríe desde el espejo empuñando su navaja a escasos centímetros de mi carótida izquierda. Yo recibo sentado e incrédulo, pero sosegado, filtrándose a través de mi cuero cabelludo, todo este placer sensorial múltiple, cayendo ralentizado sobre mi ausencia de prisa, de hambre, de frío, de sueño. No es mi cinismo habitual, no es apatía. El tiempo transcurre reblandecido, con un fluir inerciado propio de una percepción adulterada. Me percato, sonriente. Supongo que nuestros abuelos llamarían vivir en paz, a pesar de todo, a una existencia en que esta enajenación se prolongara hasta lo irreversible. La placidez que anhelamos es una vida sedada.
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Hace 5 horas
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