De un tiempo a esta parte, vengo dedicando las mañanas de
los domingos a leer en la prensa nacional las últimas columnas de escritores
que admiro. Manuel Rivas, David Trueba o Almudena Grandes, por ejemplo. Lo hago
con la ambición reconocida de ir adoptando de forma progresiva y sin mayor
esfuerzo por mi parte, algo al menos de la fluidez de su prosa. De la sencillez
certera de una prosa creíble y elegante, que no tengo.
Aquí va el primer intento, servirá para juzgar la
utilidad de mi nueva costumbre esperanzada.
Esta mañana desperté con la insistente resonancia mental de
una palabra. De un nombre, más bien. De un nombre y un apellido, cuyo origen o
significado, no conocía o no recordaba. En ocasiones ocurre que el inconsciente
almacena una información durante nuestras vivencias rutinarias apresuradas. Un
tiempo indeterminado después y sin razón lógica aparente, esta información acaba
por aflorar hasta nuestro cerebro consciente de forma repentina, dejándolo a uno confuso e inquieto, obligándolo en ocasiones a volver a olvidar sin preguntarse
nada.
Habitualmente me ha ocurrido a mí este curioso fenómeno,
viniéndome a la mente, como una especie de regurgitación cognitiva, un dato que no creía recordar, en el momento
justo para compartirlo en una conversación sobre alguna materia aleatoria que de
la que no poseo la más mínima cultura general.
Platos de cocina coreana, la discografía
de Los Pekenikes, los tipos de nubes cirroestratos y altocúmulos, el reglamento
actualizado del balonmano playa, yo qué sé. La fecha exacta de una batalla
célebre y lejana, el nombre auténtico no artístico de un director de cine o un
vocalista de soul, vaya usted a saber, cualquier cosa. Palabras técnicas absurdas sobre geología,
aprendidas alguna vez en la asignatura escolar de Conocimiento del Medio, edafología,
astenosfera, foliación, buzamiento.
Y siempre en el contexto festivo de una ebriedad compartida
con amigos o pareja, en un ambiente distendido, no laboral, con la guardia
bajada (supongo que algo tendrá que ver, del mismo modo que recordamos más el
contenido de nuestros sueños en períodos vacacionales en que estamos relajados).
Aunque también con un ánimo discretamente eufórico, consecuencia innegable del
alcohol consumido.
Esta vez no ha sido así, no había bebido nada, y estaba
solo. Aunque bien pensado, el hecho de estar de guardia localizada durante el
fin de semana, y haberme dormido la noche anterior con una incierta ansiedad
basal (temeroso de una llamada urgente desde el hospital en plena madrugada),
pudiera equipararse en cierta medida a la excitación del influjo etílico que
antes mencionaba, no sé.
Siento algo de miedo, o de pudor, al desvelar exactamente
qué dos palabras me han venido a la mente nada más despertar, esta mañana.
Supongo que porque sé que así muestro a los demás, más de mi de lo que yo mismo estoy dispuesto a saberme. La
conciencia es esa autocensura de supervivencia. El inconsciente, ese trastero con
humedades donde guardas los discos de grupos que ahora odias y fotos de
exnovias que te hicieron daño. Un habitáculo asfixiante y con arañas, donde
caben más trastos de lo que crees, del que mantienes alejado a las visitas,
pero que te recuerda, de vez en cuando, quién eres y por qué.
No voy a cebarlo más, ahí van. “Álvaro” y “Cunqueiro”.