jueves, 10 de diciembre de 2020

violines

 No he escrito antes sobre el coronavirus. Nunca he escrito hasta hoy del impacto que tuvo en mi vida y mi ánimo esta pandemia durante la primavera de 2020. Como sanitario, hijo o amigo, quizá como paciente, puede que lo peor aun esté por ocurrirme, quién sabe. Pero durante los meses de marzo y abril de este interminable año, viví momentos extenuantes y espantosos trabajando en el hospital. Y después, al volver a casa en coche por las calles vacías, momentos de voz quebrada al manos libres, tratando de fingir fortaleza y esperanza como respuesta a siempre las mismas preguntas de seres queridos preocupados. 

Recuerdo aquellos días de forma vaga, movido por un automatismo instintivo, una alienación de supervivencia. Convencido de la conveniencia de trabajar todo lo posible para así, ya fuera por cansancio o por falta de tiempo, poder pensar lo mínimo imprescindible, y que a la vez, el calendario avanzara lo máximo. Recuerdo consultar con esperanza la sección diaria de Kiko Llaneras en la prensa digital ansioso de algún indicio epidemiológico de mejoría cercana. Las noches en vela, creyendo apreciarme una leve dificultad respiratoria, las horas con los ojos fijos, muy abiertos en medio de la oscuridad. Los días agitados y repletos de silencio, temiendo la noticia fatal y probable de algún familiar o amigo. 

Durante todo aquel tiempo, lo recuerdo bien, un par de artefactos diarios de contenido audiovisual me ayudaban a desafiar esta realidad desapacible. Todas las noches, al llegar a casa agotado, ponía en la tele pública el final de las noticias y Carlos del Amor firmaba unos reportajes de minuto y medio que no eran sino pura poesía de lo cotidiano en forma de fotografías, música y su voz en off con unas pocas palabras idóneas. Todas las mañanas a las 7:41, en RNE1, Laura Barrachina, a modo de resumen de su programa "efecto Doppler" de la noche anterior, declamaba una reflexión filosófica y recomendaba con lirismo y elegancia una buena serie, un prólogo lúcido de novela o una portada de disco recóndito. Siempre tras una música de violines que anunciaba su sección. Y en la que no puedo dejar de reconocer la melodía de Where is my mind? de Pixies (aunque la señorita R jamás me ha dado la razón en esto). Y así cada mañana iba despertando cansado en mitad de una rutina de incertidumbre y dolor, sin saber qué horror viviría esa jornada en el hospital al que me dirigía. Pero silbando al volante la sintonía de violines, emocionado ante el comienzo de mi dosis diaria de cultura. Fresca. Evasiva. Necesaria. 

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