A lápiz y sobre un bloc de papel de la marca Gvarro que me regaló R.Cuando a 550 km de distancia le dije por teléfono que había tenido un accidente de montaña, me aseguró que me conseguiría unas muletas.
Me tranquilizó mucho esa promesa, me llenó de ánimo.
Y aquí las tengo.
Deslizo ahora la mina de grafito sobre la superficie árida de la lámina.
Y pienso que el éxito real es poder contar con alguien que se preocupe por ti desde algún sitio y te procure algo absurdo en un momento dado, una necesidad puntual y prosaica.
Alguien que complete por ti una tarea de lo más banal, pero que percibes transitoriamente desde tu juicio convaleciente como una hazaña fuera de tu alcance (y que te inflige además una pereza paralizante). Qué consuelo y qué quietud poder desentenderte de ese cometido. Confiarlo a quien sabe materializar todo su miedo a tu dolor en un objeto tangible.
Con gracia y sencillez.
Alguien que se las arregla misteriosamente para arrastrar a la luz desde la nada, por ejemplo, unas muletas.
Éstas.
Durante mi infancia, siempre recuerdo a mi abuelo paterno sostenido por unas muletas.
Sufría una cojera consecuencia del tétanos que lo había tenido en coma durante varios meses. Después, nunca dejó de hacer nada que se hubiera propuesto. Lo hacía más despacio, podía tardar días, daba rodeos a través de pequeños logros secundarios que posibilitaran el objetivo final. Descansaba, y volvía firme en su convicción, siempre apoyado en sus muletas, a veces mediante otros tantos inventos propios que diseñaba y elaboraba con elementos rudimentarios para salvar sus dificultades de movilidad.
Me dieron el alta y R. me trajo a casa de mis padres. Celebramos todos juntos el 90 cumpleaños de mi abuela, que me vio en muletas, sopló las velas de su tarta, y no paró de hablar de mi abuelo en toda la tarde.
Viajó mi abuela hasta mi abuelo a través de mis muletas.
Por eso, supongo, la imagen de este simple artículo de ortopedia es para mí todo un símbolo de tesón e ingenio, de paciencia y de capricho, de persistencia hasta el éxito. Raigambre e inteligencia práctica alcanzando mi cuerpo desde el recuerdo y la niebla mal iluminados de un antepasado muerto. Un misterio que encierra todo el orgullo familiar que heredo inesperadamente este agosto de 2021.
Encriptado en unas muletas.
Hago resonar en mi pensamiento las tres sílabas de la palabra "muleta". Pronuncio después en alto, muy despacio, para mi absoluta soledad, la palabra completa. Me dedico ese lujo ridículo, una exhibición fugaz e íntima de inofensiva locura. Y caigo en la cuenta de que tiene “muleta” una fonética desgraciada comparada con la perfecta belleza que completa la suma total de sus significados. Existe en la palabra muleta un desequilibrio aberrante. Veo en ella un eje torcido, una proporción lisiada, una tara, no sé. Le ofrecería mis buenas muletas, a muleta, yo, ahora mismo.
Hacía más de diez años que no dibujaba nada.Con lo que me gustaba de pequeño, de verdad que no consigo explicármelo.
Para dibujar la muleta tengo que observarla detenidamente. Escruto su estructura con dureza, clavando la mirada en sus formas. Recorro su perfil primero con la retina, después con el tacto frío de sus líneas metálicas bajo mis dedos. Para al final duplicar su anatomía ya deformada sobre el papel, conformando el esbozo de grises. Observo y dibujo la muleta como si estuviera domando un caballo mustango al que confiar el peso de mi cuerpo enfermo. En mitad de una llanura de Wyoming atravesada por una tormenta. No me importa las veces que el animal salvaje me tire al suelo (total, ya tengo huesos rotos). Voy a herrar esas muletas y colocarle una montura. Mi severidad de hoy serán la confianza y la libertad que ellas me devuelvan durante semanas.
Concentra esta muleta mi equilibrio sobre el mundo.
He terminado el dibujo, comienza mi recuperación.
Creo que me ha quedado bastante torcida.
Concentra esta muleta mi equilibrio sobre el mundo.
He terminado el dibujo, comienza mi recuperación.
Creo que me ha quedado bastante torcida.
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