Al fondo del recipiente del tiempo hay una costra [siempre] de domingo, huele al óxido de los cuchillos lanzados al mar [diana sin centro], y al de la tierra. Hace tiempo que agoté el recipiente, sorbo a sorbo me ayudó a tragar tus besos, y ahora sólo queda allí abajo este continuo domingo, con su silencio mineral, sus bares cerrados, su anestesia, sólo isla, sólo hotel, sólo piedras, y sólo un hombre, que es lo mismo que decir sólo isla, sólo hotel, sólo piedras. Me siento en la escollera y supongo que el principio y fin del mundo fue y será esto, una especie de domingo. Acudo a los lugares que fueron nuestros, algo parecido a una fe o superstición me impide destruirlos, dice que con tal de mirarlos, cada día un poco, se irán desvaneciendo, mansamente, bordeando la pregunta directa, la roca desde la que te lanzabas desnuda para romper la piel del agua, de ese mar que, alguna vez lo he dicho, eras tú [diana sin centro]. Sé que el tiempo es mortal, me digo, porque lo ha inventado el hombre, que es mortal, y mientras aguardo ese destino las horas nacen peculiares, convergentes, presagiando asuntos importantes y delicados que no llegan, no, acumulan pronósticos errados, resultado de haberlo calculado todo, porque lo hermoso no se calcula, me digo [es incalculable], se pisa una vez y ya se gasta, aunque, eso sí, no se olvide, nunca.
(extraído de
Yo siempre regreso a los pezones y al punto 7 del Tractatus, de Agustín Fernandez Mallo)
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