domingo, 3 de abril de 2016

Michael Caine


Será este sol de invierno bañando de incendios cada cicatriz de mi hombro derecho, este olvido inflamable, reciente y quirúrgico, como un reguero de gasolina y sangre. El chirriar de las ruedas sobre los adoquines cubiertos por cera derretida tras el paso de la procesión del Silencio. Y la mueca desencajada de ojos huecos, también como de una estatua espantosa de cera, en el cantaor heorinómano, consciente de la cuenta atrás bajo su americana holgada y su pañuelo al cuello. El tintineo fúnebre entre los aplausos, de la colisión entre el oro de sus anillos y el vidrio de su whisky. Siempre que me meto en un autobús al azar, bajo la lluvia de Méndez-Alvaro, aparezco aquí. Y vuelvo a no saber qué hora es ni hacia adónde camino. Qué tiene esta ciudad, que como Rayuela, después de los 22 ya es siempre otra cosa. Si los bebés no vienen de París, hoy todos los perros vienen a morir a Albaycin. Y todos los dueños de nada, a recordarlo.

Se quedaría por estas calles el brillo de mi mirada adolescente, una última sonrisa imprudente desafiando al mundo. Se caería de mis bolsillos al salir tambaleante del Enano rojo, de Boogaclub, de Patapalo, de Afrodisia. Leo French Harina de Raúl Ferruz. Suena Tú misionero de Dios, de Grupo de expertos sol y nieve. Soy Michael Caine, observando con lascivia la ofensiva belleza de una juventud que ya no tengo, sumergido en el agua perfumada a 45º de unos baños árabes. Paseo por el Carmen de los Martires y ya sólo creo en la belleza y el dolor. Cuando regreso a esta ciudad me pregunto cuánto de irreversible será esta extrañeza abatida hacia todo lo real, esta apatía crónica que me distancia del presente. Cuando regreso a Granada sé el próximo destino de todos: un hedonismo sin pasión que nos destruya en silencio.

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