En los atardeceres más desesperados de la ciudad, en esa hora en que se necesita angustiosamente algo, no se sabe qué, a la salida de las oficinas, a la salida de mi sótano con frío y negras calderas de la calefacción, casi siempre apagadas, como infiernos extintos, cuando no me apetecía regresar a casa, al hogar de muertos, enfermos y lástimas... (...)
El cine barato y sin tiempo es el refugio negro y cálido de los que vagamos al atardecer por ciudades de niebla, el rincón vaginal donde el hombre acorralado por la vida va a parar cada anochecer, cuando todo se queda en suspenso y él ve con claridad indeseada que su existencia no va a ninguna parte, que no tiene amigos ni dinero ni amantes ni nada que hacer en todo el planeta. Son esos claros que hace la existencia, de pronto, esos remansos donde se enlaguna el tiempo, ocasiones que debieran aprovecharse para meditar en el propio destino y en el destino de la humanidad, pero que nadie aprovecha, pues nadie quiere ver con demasiada evidencia lo que hay cuando se cierran las tiendas, se van los amigos y se duermen las preocupaciones: nada. Había, entre los jóvenes poetas y escritores de la ciudad, aquellos que, como en todas partes, habían descubierto en el cine el lenguaje de nuestro tiempo, la mística de sus vidas y la erótica de la creación, pero yo siempre les había oído hablar, incluso en el Círculo Académico, con una cierta indiferencia, y sólo por una corta temporada tuve, efectivamente, la pasión cultural del cine, e iba a las películas a perseguir ese plano magistral y momentáneo que no hay que perderse. Pero lo más frecuente en mí es que fuese al cine, solo y vencido, como todos aquellos hombres que estaban a mi alrededor, pueblo puro y confuso, a dormir un sueño de melodías y pistolas, de cabalgadas y teléfonos, de amantes y automóviles. Decía la pedantería juvenil que el cine era el arte de nuestro tiempo, pero el cine sólo era, de momento, el opio de nuestro tiempo, para la gente derrotada y ociosa que llenaba el local. Y yo estaba allí, durante horas, quieto, cálido, descansado, haciendo el yoga del cine, que consiste en no pensar ni saber que una hora más tarde hay que estar en casa ante una cena pobre y una familia lamentable, ante una cama fría y un sueño duro. El cine, sí, me aportaba un lirismo de melodía y noche deslumbrante, y todas las estrellas me recordaban ya a María Antonieta, y a los adolescentes que hemos visto mucho cine nos pasa siempre, en el cine interior del pecho, la película incesante de entonces, la cinta alegre y violenta, el celuloide melancólico con barcos que hacían la travesía del Mississippi, automóviles que se tiroteaban en los muelles de Brooklyn, caballos galopando al son de guitarras enamoradas, en la noche californiana, y besos gigantescos, ampliados, como de lámina de floricultura, en los primeros planos de la pantalla. Había que ser en la vida decidido como aquellos galanes de hombros cuadrados, y había que tener mujeres fáciles, frías y rubias como la protagonista de la película, pero el local del cine olía a empleado pobre, a merienda comida en secreto, a familia numerosa que ha ido al cine, a calefacción y abrigo viejo, de modo que el cine, que lo tiene todo menos el olor, tenía así una densidad de olores en su argumento, y gracias al cine sabía yo, o descubría por primera vez, el lirismo de las calles nocturnas con lluvia, de los claros de luna sobre el cadáver de un caballo blanco, de los puertos con niebla donde un hombre y una mujer se encuentran y se besan mientras un lento y sonoro barco trae la noche o se lleva el día.
(fragmento extraído de la novela "Las Ninfas" de Francisco Umbral, premio Eugenio Nadal del año 1975)
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(Louis Ferdinand Céline) Fragmento extraído de la novela "Viaje al fin de la noche".
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