Además de cultivar la tierra y la memoria,
es preciso cultivar el vacío:
el prometido hueco de los rostros,
la partición de las metáforas,
los patéticos apelativos de dios,
todo lugar donde cesó de haber algo,
todo lugar donde dejará de haber algo,
los pensamientos que alguna vez se pensaron,
los pensamientos que nunca se pensaron.
Y cultivar también preventivamente el vacío
allí donde se cultiva cualquier otra cosa,
como la sola y taciturna garantía
de no desviarse del surco.
Cultivar el vacío con las manos desnudas,
como el labrador más primitivo,
pero además cultivar el vacío con el mismo vacío,
con su inocencia última:
la ignorancia de ser.
Un salto desde las propias manos,
invirtiéndose uno mismo en su propio tobogán,
inventándolo como un pájaro muerto inventaría el aire
si volviese a su vuelo.
No esperar el trote ciego de la caída.
Crearla como si fuera un horizonte
o quizá el pasto crédulo de un animal invisible,
sabiendo que abajo es cualquier parte,
hasta el antiguo sitio donde un hombre sin nadie,
hasta sin él,
inventó el amor.
Un salto hacia las propias manos.
Descorrer las figuras que ilustran la mirada,
ajustar la tensión del pensamiento
y bajar la voz hasta el eclipse del fondo,
hasta encontrar las fibras que entretejen
el cuerpo del vacío.
Pasar del tronco a la rama,
de la rama al aire,
pasar del aire a la transparencia del tiempo,
pasar del tiempo a la nada.
Y recoger en cada movimiento
el polvo más liviano,
la espuma de la fugacidad,
la siega de los mares,
el neutro agobio de los cielos.
Y con manos de adelgazado alfarero
concentrar aún más lo que no existe,
lo que apenas existe
y los puntos suspensivos
de lo poco que existe,
para injertar la sombra de una forma
en la sed impensable de lo informe.
Romper también las palabras,
como si fueran coartadas ante el abismo
o cristales burlados
por una conspiración de la luz y la sombra.
Y hablar entonces con fragmentos,
hablar con pedazos de palabras,
ya que de poco o nada ha servido
hablar con las palabras enteras.
Reconquistar el olvidado balbuceo
que hacía juego en el origen con las cosas
y dejar que los pedazos se peguen después solos,
como se sueldan los huesos y las ruinas.
A veces lo roto precede a lo entero,
los trozos de algo son anteriores a algo.
El aprendizaje de la unidad
es aún más humilde e incierto
que lo que sospechamos.
La verdad es tan poco segura
como su negación.
(Roberto Juarroz)
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