La diversidad de los senos femeninos, las variantes de su gracia, el susto dulce de su unanimidad. Bajo a la ciudad, entro en el mar de la multitud, con fiebre de criatura, y me alegra o desconcierta lo que tenía casi olvidado: esta variedad del fruto humano, los racimos de senos en la calle, en los grandes almacenes, en los espectáculos. El árbol de la vida tiene una abrumadora cargazón, este otoño de cristal y sangre me ofrece la hermosa y desvariante sementera de los senos, la gracia olvidada de los pechos jóvenes, la consabida pesantez de los pechos maduros, allí donde la mujer se rinde y entrega a la sombra. Senos beligerantes de las mujeres de ciudad, abandonados senos de las colegialas, la involuntaria y grácil obscenidad de una madre joven, la otoñada madrileña de los senos.
Un día, esa variedad fue mía, cantó entre mis manos, desvarió en mi deseo. Hoy lo miro todo sin renuncia ni urgencia, compruebo que la vida es pugnaz en el pecho de la mujer y que mis solitarias melancolías campesinas, o casi, nada valen, nada pueden contra esta alegre protesta de la vida que son unos pechos bien llevados.
En lo que antaño sólo vi una presa transeúnte y múltiple, hoy veo ante todo la obstinación optimista de la calle, que rompe contra blusas, contra sedas, contra miradas de hombre, contra el atardecer que quisiera rendirse. Miles, millones de pechos cantan su urgencia en la tarde e iluminarán en la noche, lámparas del vivir, voluntad de la especie contra la eterna sombra venidera. Luego, en la soledad de la memoria, recordaré la gracia diversa, armoniosa y dispar, la populosidad del mundo, la persistencia ingenua de los cuerpos, la generosidad multiplicada, dividida, de esos pechos que aletean en torno de la luz, grandes, pequeños, leves o lentísimos.
Lanza tu coche rojo y estréllalo en el viento, muramos en la llama verde de los crepúsculos, llévame hasta el final clamoroso del día y nuestras dobles vidas, nuestras dos juventudes, que reflorezcan lejos de nuestra biografía.
Vamos en la gran noche, pulsa tu coche rojo como el arpa de humo de un verano sangriento, que este motor se torne, con la velocidad, lírico como un potro en la noche de julio, y muramos a dos, juntos y separados, en la explosión callada del mundo y sus colores.
No quiero más hogueras, más cálices de fiesta, vamos con nuestra historia, cada uno sus traiciones, a matarnos despacio en sucesivas muertes, el sigilo homicida de la velocidad.
Lanza tu coche rojo y estréllalo en el tiempo, contra los farallones de la nada, acabemos de golpe con la farsa brillante de estar vivos por siempre en los saraos de sangre donde cenamos muerto.
Sabes lo que te digo, tú entiendes mi amargura, subamos a tu coche, esa llama de oro, volemos en la noche, toda seda y pecado, hasta el límite rojo, los altos farallones de la nada. Lo hemos vivido todo, hemos llorado muertos muy pequeños, hemos tenido amores, ahora somos muy viejos, qué coche funerario, velocísimo coche, para volar en julio al final de los meses, para volar en julio a la muerte sin fecha.
Lanza tu coche rojo y estréllalo en el viento, estréllalo en la brisa rizada del verano, estréllalo en el oro turquesa del estío. Qué final silencioso, qué gloria tan callada para nuestras dos vidas, para mi oculta fama, qué viento tan ligero, nocturno como un ave, volaría sin palabras sobre nuestros cadáveres.
Hoja de parra, otoño, candela del domingo, mi luz mientras escribo, hoja de bronce pálido, oro muy fatigado, y ese pétalo rojo, insinuado, insignia del domingo, ah parra en la ventana, residuo, manecita de niño, cuánto sol todavía -¿el sol es tiempo?-, ya son las doce y media, mediodía, renuncio a lo perpetuo, sólo me ilustran luces, luminosos azares escapadizos cielos.
Silencio. Cómo zumba el silencio en el silencio. Jardines en el sueño. Mientras escribo, insistente, niña, la hoja de parra o tiempo. Universo. ¿Dónde dejé mi cuerpo? Libros, revistas, fotos, todo lo que es fugaz. Afuera está el dinero. Es dinero de sol, de luz, de tiempo (de otro tiempo).
Afuera está el caudal de un domingo que pasa, lento como un trapero, llevándose las hojas del estanque, mi paso en el sendero, dejándose las llamas encendidas por todo el firmamento. Cómo hiere un domingo, cómo mata, quedo herido y perfecto. Salgo a respirar día, invierno venidero, salgo a la luz de una hoja tan dulcemente ardiendo. Ah miles de domingos, cuchillo del recuerdo.
Muero.
(Fragmentos extraídos de "Un ser de lejanías" de Francisco Umbral. Año 2001. 222 páginas. "Un ser de lejanías" semeja un diario interior tratado con procedimientos verbales cercanos a la intensidad, esencialidad, y gratuidad de la lirica. Es eso que suele calificarse como literatura pura.)
"El hombre es un ser de lejanías" (Martin Heidegger)
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