Las cosas que nos faltan, cuántas cosas. Las que quedaron en el camino o nunca accedieron a él. Quien más, quien menos, todos llevamos una filatelia de las ausencias.
Hay partidas, adioses de los que no volvieron ni volverán. Aun en las mejores y conquistadas alegrías, sobreviene de pronto un vacío y nos quedamos taciturnos, solos, tiernamente desolados.
Por suerte cuando soñamos vuelven todos, los que todavía son y los que fueron. Y abrazamos fantasmas, almas en pena y almas en gloria. Ellos nos cuentan su impiadosa sobrevida, aunque, eso sí, marcando siempre su territorio, que es sólo invierno.
Su exilio tan pasivo, tan inerte, no está consolidado. Con su martirio, nos martirizamos, quizá porque sabemos que todo eso acaba en un opaco despertar. Viene entonces la fase de ojos abiertos, también llamada insomnio. Allá arriba está el cielo raso, con la araña de siempre en su rincón de redes. Nos faltan manos para acariciar, labios para besar, cintura que estrechar, cuerpo que penetrar. Todo es ausencia.
(Fragmento de Vivir adrede, de Mario Benedetti)
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