Divide mis horas el rugido de una cafetera vieja.
Exhala rabiosa el torrente de vapor,
casi un tren de mercancías sin parada
que no me aleja lo suficiente.
Trago y no pienso. Vuelvo a tragar,
como he hecho siempre que me acorrala el miedo.
Y de pronto ya no camino. Pero los edificios
pasan veloces a los lados, difuminándose
en su tibieza como amistades solubles.
Las aceras se desplazan bajo mis zapatillas sucias
y sólo se puede avanzar, mientras naufraga en mi sangre
este amor brutal de cafeína y glucosa.
Corren sin mirarse la ciudad y los días.
Van aplastándose.
Más cafeína desborda mis sienes
y cada latido es un ariete hidráulico contra el fracaso.
Fundiendo en un caldo de euforia el pasado
y sus fuselajes. Cada latido,
un tam-tam arterial de auxilio
hacia un futuro que arrastra un retraso ferroviario.
A cada latido. Por mucho que se esconda
voy a recuperar por las malas mi presente.
Encañonándolo dentro de un vaso.
Los cien mil ojos del techo de la biblioteca
van rajándome como un segundero.
Zumba sobre mi cabeza
el parpadeo arrítmico de un fluorescente roto.
Y una polilla se muere en un vuelo perfecto
de berilio. Quizá para que todo parezca
un sueño profundo de coma inducido.
Ahora que dormir
es algo que se me está olvidando
poco a poco. Que en unos días
habré desaprendido por completo.
Se sueña mucho más alto enganchado
en los alambres de una vigilia eterna.
Ya olvidé dormir. Que los sueños
se olviden de mí, no voy
a cumplirme a tiempo.
Observo el reflejo intermitente
de mi rostro extraño
sobre las ventanillas del tren
que va frenando frente a mis ojos rojos.
Tardo un par de segundos
en saber si es real lo que creo ver.
Oír, a veces. Me divierte.
Mi orina huele a grano tostado y a yerba.
Y en la garganta el corazón da vueltas
como un caramelo triste de miel y fiebre.
Como antes de las palabras. Me encanta
esto de vivir tan deprisa sin saber hasta dónde,
hacia cuándo. Enamorarme
tres cientas veces al día y sin miedo,
de nuevas drogas o Marion Cotillard.
Tan a toda hostia que al mirar atrás
todo sonríe borroso y tiembla.
Se me despegan las manos de los dobleces de la realidad.
Por fin me deshago en un viento de levedad frágil.
Feliz detrás de la lenta caída de mis ojeras
y noviembre. Alrededor se van partiendo las almas
como galletas secas. Y yo me disuelvo
en esta fugaz y gloriosa inconsistencia.
En este destello confuso. Irreal.
Habitando sin permiso
del recuerdo y para siempre
mi propia ausencia.
DE NADIE EL AGUA DEL RÍO por PABLO OTERO
-
No tú
no yo
no él
de nadie el agua del río
ni la plata, ni la bellota, de nadie
el susurro, ni el azahar.
Ni luz ni sombra tienen pertenencia.
Ni siquie...
Hace 14 horas
1 comentario:
algo nuevo,eso sí
y sorprendente.
[...]
demasiados adjetivos.
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