domingo, 29 de noviembre de 2015

Calidade (Santiago de Compostela, otoño 2015)


Éranse dos meses que se acaban y una ciudad con una sed infinita que no logra secar el cielo. Una ciudad sobre piedra imantada a una nube eterna. Salgo del hospital y vuelvo a casa. Marca el itinerario un reguero de papeleras con paraguas partidos por el viento. Paseo mi resaca y un café frío por Bonaval. Animo al Obra en Fontes do Sar. Compro en el Gadis de Frai Rosendo. Corro por la Alameda y a mi paso, una paloma levanta el vuelo y mueve las hojas secas dejando un circulo perfecto de piedra descubierta.


Una chica lista y bonita me ha dejado desde 600 km porque cuando estaba conmigo le hacía sentir lejos. Converso con un anciano oncológico y profundamente deprimido, antes de sedarle y atravesar su esófago alojando una aguja en su mediastino, para diagnosticar la extensión metastásica que le excluirá de la cirugía.


Cruzo la plaza de San Martiño una noche de viernes cualquiera, bajo una lluvia finísima que acaricia mi cara, mal iluminada por las farolas tenues entre el Martin Millers del Atlantico y el soul del Camalea. Sé hacer ecoendoscopias. Sé estar solo y no sé si quiero. Gracias por todo, Compostela.


[Supongo que viajar consiste en descubrir que vives ignorando infinitas vidas paralelas y potencialmente felices, protagonizadas por ti, en casi cualquier otra parte del mundo.Y sin dejar de reconocer además el privilegio que supone tener un lugar al que volver. Para seguir sin saber qué es, eso que tendrás que seguir buscando.]


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