Monte abajo, volvía lentamente a la ciudad, transfigurado de vientos, sintiendo que aquellas excursiones solitarias eran muy de poeta, y a medida que me acercaba a las calles, a las luces, algo acogedor, cálido y grato, un poco nauseabundo, me iba envolviendo, de modo que ya estaba otra vez en lo mío, y adivinaba la tibieza de los cafés, y las luces de las plazas, pero adivinaba también la cercanía del hogar y del trabajo. Entraba en la ciudad por calles estrechas, enlaberintadas de conventos, a la hora en que oscuros racimos de mujeres enlutadas regresaban de la iglesia a casa, trayendo en las manos un poco de tomillo o alguna flor de los altares que perfumaba al pasar. Dejaban de oírse las campanas y empezaban a escucharse los relojes de las torres, y en los rincones había parejas de sombra, como en mayor clandestinidad y delito de los que en realidad cometían, y pasaban perros, esos perros insomnes que se ve que no van a dormir en toda la noche.
Llegaba a la plaza y entraba en el café de más luz, aquel café con tratantes y bailarinas, como queriendo recobrar de golpe toda la ciudad, mi aura de poeta cosmopolita, urbano, pero la montaña seguía dentro de mí, ligera, honda, oscura, y de vez en cuando me acordaba de aquella tarde, que había sido una tarde lírica, sola, una tarde impar que no parecía de mi vida. Y llevaba dentro las voces del campo, esas voces que llaman a alguien, muy lejos y muy lentamente, y los ladridos de perros que sólo pueden venir del cielo, todo lo que en el campo había oído sin oírlo, y que ahora me enriquecía secretamente. Pero tratar de ponerlo en verso era convencional y prematuro. Estaba ya jugando a poeta, estaba falseándome, estropeando lo que de cierto y puro pudiera haber en aquella excursión. De modo que tomaba mi café con leche, sentado en uno de los divanes rojos y pajizos, entre tratantes de ganado, estudiantes golfos y viejas meretrices, mirando a las bailarinas en su alto tablado, aquel revuelo de tela pobre y muslos feroces, aquella fiesta barata de flamenco cansado y bragas rojas. Había sido un día intenso, sentía que mi vida era intensa por cómo el empleado de por la mañana se había metamorfoseado en Nietzsche-Unamuno a la tarde, sobre una cumbre, y volvía a ser ahora un poeta maldito, un Baudelaire de café con leche, quizá incluso con mis guantes amarillos sobre el mármol marcado del velador, como la melena verde de Baudelaire o el paraguas rojo de Azorín. Había sido muchos hombres en un día, demasiados hombres, y retardaba el momento de volver a casa a dormir, aunque tenía que madrugar, y me preguntaba si estaba representando una comedia, si algo de todo aquello era verdad o lo iba a ser algún día, y llevaba en el fondo esa duda radical y vaga que es la duda sobre uno mismo, sobre la propia sinceridad, el no saber si uno se está engañando voluntariamente, ese final falaz y triste que hay dentro de uno.
(fragmento extraído de la novela "Las Ninfas" de Francisco Umbral, premio Eugenio Nadal del año 1975)
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