lunes, 5 de marzo de 2012

Nocilla Experience IV

Marc conoció a Josecho a través de Internet, en una página web de moda. Lo que le atrajo a Marc de Josecho es que, según aseguraba esa web, fuera éste un exponente de una extraña literatura. Investigando un poco más supo que vivía en Madrid, que tenía 35 años, que admiraba a San Juan de la Cruz y a Coco Chanel a partes iguales, que practicaba la soledad con verdadero fanatismo y que también tenía por exponentes de auténticos fermiones [aunque él no los llamaba así], de una vida plena en soledad, a Nietzsche, Wittgenstein y Unabomber, sólo que él en su lista cambiaba a Cioran por Tarzán. Eso sí, del gran Henry J. Darger, aquel hombre que para Marc era el fermión absoluto, Josecho ni hablaba. También supo que observaba en las ciencias a la poética del nuevo siglo, y que, también igual que él, compartía punto por punto los versos de la canción de Astrud, "Qué malos son nuestros poetas". En esa página web también pudo descubrir que practicaba con furor una tendencia estética denominada por él mismo "narrativa transpoética", consistente en crear artefactos híbridos entre la ciencia y lo que tradicionalmente llamamos "literatura". Marc fue ganando curiosidad, sólo eso, pero lo que terminó por seducirle de Josecho fue saber que también vivía en una caseta construida en una azotea de un edificio de Madrid. Josecho, por su parte, nada más entrar en contacto con Marc por e-mail, se interesó por la Teoría de la Soledad Fermiónica, la cual consideró como un ejemplo casi en estado puro de "narrativa transpoética". Marc le fue enviando, con cada mail, un archivo adjunto con las diferentes fases de su teoría. Cuando adquirieron más confianza, Marc le reveló que había conocido a otro transpoeta, un tipo alto y con barba, que en verano vestía un abrigo de "tweed", que había desarrollado una teoría sumamente interesante denominada por sí mismo Teoría de las Bolas Abiertas o Rayuela B, pero que sólo lo había visto una vez, de pasada, y no sabía ni su nombre ni dónde hallarlo. Con el tiempo, Josecho le desveló varios de sus proyectos, que Marc consideró de suma importancia. El lazo fue estrechándose. Un día Marc no obtuvo más respuestas de Josecho. Insistió, pero nada. Así, desde hace un año.

Finales de septiembre, Ernesto llega a su piso en Brooklyn, enciende la tele, baja el volumen a cero. Destacan sobre los ruidos de la ciudad los gruñidos broncos del cerdo de la vecina; lo guarda justo debajo de donde él tiene su estudio; a veces oye cómo le susurra al oído. Se sienta a dar los últimos retoques a uno de sus 2 proyectos más golosos, la Torre para Suicidas. Esta construcción parte de la idea de que los miles de suicidios que al año se consuman en la ciudad de Nueva York, así como las tentativas frustradas, resultan demasiado dramáticos y engorrosos debido a no disponer de unas instalaciones adecuadas y debidamente organizadas. Así, lo dejan todo hecho un asco; sangre en las aceras, ahorcados a los que se les rompe la cuerda y hay que reanimarlos, cuerpos mutilados al paso de los trenes, y todo con el consiguiente perjuicio psicológico para las verdaderas víctimas, los que se quedan, obligados a contemplar semejantes espectáculos. Su torre consta de un ascensor que eleva al suicida desde una planta baja, donde hay servicio de capellán, cafetería, algo de comida rápida, gabinete psicológico a fin de afrontar el trance en las mejores condiciones mentales posibles, espacio para los familiares y enfermería por si el intento resulta frustrado, hasta la altura de un 8º piso. Y ahí sí que no hay nada: una sala blanca y vacía, y un hueco para el vuelo picado que da a un patio en el que al impactar el suicida contra el suelo se activan unas mangueras que expulsan agua y lavan tanto al defenestrado como al pavimento. También, justo enfrente de ese 8º piso hay un muro perfectamente blanco para que el candidato no vea horizonte alguno [en encuestas realizadas a suicidas frustrados se ha comprobado que la visión de un horizonte justo antes de tirarse es lo que les imprime renovadas ganas de vivir y abortar la idea]. En los sótanos, se hallan dependencias destinadas a otro tipo de opciones; camas junto a abundantes botes de somníferos, cuartos especiales con sogas colgadas de sus correspondientes vigas, duchas de anhídrido carbónico, y así. Ernesto está tan orgulloso de su proyecto que piensa enviarlo al Concurso de Arquitectura Compleja que anualmente se celebra en la ciudad de Los Ángeles, California. Huele a pescado. En el horno se quema.

Antón tiene la teoría de que en los discos duros de los ordenadores, toda la información allí escondida y digitalizada en ceros y unos jamás se pierde por mucho que se formatee el disco, sino que por un proceso espontáneo que con los años de desuso del disco convierte lo digital en analógico, puede verse físicamente materializada en una sustancia derivada, espesa y de color azul amarillento, llamada "informatina"; pura química de información con ADN propio. Dado que la información ni se crea ni se destruye, sólo se transforma, y dado también que el percebe es el único ser vivo que crece en una violenta frontera de la que recibe constantemente información del conjunto de todos los procesos naturales [de ahí su musculatura e intenso sabor], el sueño de Antón es poder transpasar toda esa informatina de los discos duros al percebe. Se multiplicaría su sabor, piensa, sin perder el aroma original marino, y ganarían en tamaño. Transmutar los ceros y unos de una foto de familia retocada con Photoshop, o de un mal verso esbozado con Word, o de una contabilidad gestionada con Excel, en puro músculo comestible.


(más fragmentos extraídos de Nocilla Experience, el delicioso delirio narrativo que me tiene absolutamente fascinado, de Agustín Fernández Mallo, y del que seguiré subiendo maravillas troceadas de esta subespecie remota hasta la saciedad o la denuncia)

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