miércoles, 22 de septiembre de 2010

Nueva dosis redentora de Umbral (n+2)


He llevado al niño al mar, como otras veces, para que se contagie de su salud de hierro y sol. El mar, serpiente que se desliza en torno del planeta, silba en la noche y luce en el día sus escamas de acero. He corrido a lo largo de una playa que se iba hasta el alba, por ese borde del mundo adonde ya apenas llegan las punzadas del vivir, y adonde empieza la vaguedad de los tiempos.

El mar se abre a los niños. La mano del hombre necesita mucho esfuerzo, mucho dolor, mucho tiempo para sacar algo del mar. El niño mete la mano en el agua y saca un pequeño cangrejo, una concha que brilla, algo. Al mar no hay que desafiarle, como hacen los pescadores y los marinos, los almirantes y los balleneros. Hay que entrar en él con confianza, con seguridad, como el niño. El mar es la tierra firme de los niños.

Quiero que el mar se lleve de un solo maretazo todo mi dolor y todo mi tiempo. Y se lo lleva. Luego, el dolor y el tiempo vuelven, pero eso ya es cosa mía. El mar nunca defrauda. Un cielo adulto, un mar joven, una tierra de luz. Y el compás de mis muslos corriendo por la arena, por el agua. Émbolos silenciosos que han movido mi vida incansablemente. El viento y el agua crean una criatura nueva y desconocida que me viene al rostro y me recorre el cuerpo. El hijo, amigo del mar, tiene todas las mañanas su menudo intercambio con el monstruo. De ese comercio con la mar, el niño trae erizos de mar, conchas como senos de sirena, raíces, tesoros de arena, oro y plata de la tierra y del agua. Ese miligramo de plata que hay en la ola, sólo se le da al niño.

El mar es un monumento a la libertad, la única estatua de la libertad posible. El mar es una estatua derribada. El niño, extranjero en la vida, en seguida es adoptado por el mar, escuela azul y verde de toda infancia. Dejo a mi hijo a la orilla del mar, más seguro del mar que de los hombres. En seguida se han reconocido.


("Mortal y rosa". Francisco Umbral)

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